Es poco probable que en nuestra Lima actual se encuentre una
Rosa tan dulce, bella e inocente como lo fue –en vida- Isabel Flores de Oliva; ¡Un
huerto en donde floreció la más deslumbrante de todas la rosas!
Muchos relatos coinciden
que desde muy pequeña, su piel era similar a la de los pétalos de una rosa, se dice
que cuando estaba recién nacida su niñera juntó a las demás niñas, que solían
jugar por el lugar, no dejaban de admirar su belleza.
Por si fuera poco, esta genial simpatía no pasó
desapercibida siendo joven, pues tuvo varios pretendientes de descendencia
española, pero Isabel tenía muy claro a quién le pertenecía su corazón, un amor
divino que atravesaba los prejuicios sociales de la época, ¡La tenía clara! Ayudaba
a los enfermos, siendo consecuente en que la Fe sin obras es como una jardín
lleno de espinas.
Su padre asumió la administración en una minera lo que
permitió a Isabel sumergirse en uno de los hermosos lugares de nuestra sierra
Limeña, Quives y sus encantos deslumbraron a aquella Rosa logrando tener un
encuentro “más de cerca” con la madre naturaleza, sus paisajes, el valle, las
aves y las rosas que abundaban en su jardín eran motivo para tener un diálogo
directo con el creador.
Allí, junto con su hermano Hernando, logró levantar una
pequeña capilla, lo suficiente para materializar sus penitencias y oraciones.
Ella es Isabel, una rosa única en el huerto, que con su
carisma y simpatía sólo pretendía servir, porque el amor celestial era aquel
combustible que alimentaba su tremenda voluntad, aquel gozo que sentía por
ayudar a los suyos y a quienes desconocía, tuvo un final terrenal un 24 de
agosto de 1617; punto de partida para su vida espiritual: Santa Rosa de Lima.



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